15 de enero de 2007

Compasion

Nunca se me dio bien eso de ir de heroína por la vida. Cuantos más problemas tengo, mas ganas de dormir me entran. Vivo en una continua lucha contra este complejo de avestruz porque estoy convencida que cualquier dolor que venga de enfrentar nuestras realidades vale el esfuerzo, mas temprano que tarde. Hay días en que miro el termómetro por la mañana y quisiera agarrar el control remoto de mi vida, saltarme un par de capítulos y moverme a un tiempo en el cual mire hacia atrás y me de cuenta que todo este camino tiene algún sentido. En el fondo, se que escaparme del problema solo lo prolonga, así como no lavar las ollas por la noche no provoca que un duende mágico los limpie en secreto y a oscuras, sino que prolonga el olor a deshechos hasta la mañana.

Cada capitulo de nuestra vida esta atestado en mayor o menor medida de hechos que, si hubieran tenido la delicadeza de consultarnos previamente, no hubiéramos aceptado. Pero la vida no funciona como un catalogo en el cual uno elije y el universo provee; sin embargo, lo mas sorprendente es que esos hechos duros, complicados, a veces dramáticos, esos momentos en los que nos falta el aire porque el dolor es mayor que nuestras ganas de respirar, son los que nos abren el corazón y el mundo de las posibilidades. Instintivamente huimos del dolor pero si aceptamos lo que nos toca y prestamos mucha atención a lo que nos esta pasando, casi siempre accedemos a puertas antes cerradas y a toneladas de información sobre nosotros y sobre la vida en general. No tenemos manera de elegir lo que el chaparrón nos tira encima pero podemos elegir el color del paraguas que abrimos.

Eso de que “no hay mal que por bien no venga” es la traducción popular de este concepto que ha entretenido a religiosos y filósofos durante décadas. He visto a gente sucumbir frente a pequeñas adversidades y crecer a hombres pequeños frente a la muerte. He visto a seres humanos hacerse amargos, creativos, depresivos o maniáticos frente a hechos similares. Cada uno elige como quiere esperar al destino.

Por mi parte y aunque patalee y me retuerza, prefiero esperarlo de frente y de forma productiva. El dolor es más tolerable sabiendo que hay un propósito detrás y que, como mínimo, aprendo a desarrollar la compasión hacia mi misma y hacia los demás. Eso significa cuidar mi cuerpo y mi espíritu así como ser compasivo con aquellos que atraviesan dolores similares. La compasión es un hecho menos teórico de lo que imaginamos. El Dalai Lama dice que a pesar de las continuas guerras, la población sigue en aumento, lo que indica que el amor y la compasión son predominantes en el mundo; por ello los hechos desagradables son noticia, ya que las actividades compasivas son parte de nuestra vida diaria, se dan por supuestas y como tales, se ignoran. Hay un punto de conexión entre todos quienes sufrimos una misma dolencia, independientemente del país en que vivimos o el idioma que hablamos, y ese entendimiento nos hace a todos más ricos y más humanos. Cada uno de nosotros es capaz de ponerse en el pellejo de otro y sentir fácilmente su dolor. Si pudiéramos seguir por ese camino y alcanzar el punto en el cual todos los seres humanos conectan, simplemente en el deseo de ser felices, habríamos alcanzado un punto en el cual Dios nos quedaría bien cerca y la perspectiva, si bien remota, de aspirar a dicha perfección es suficiente bálsamo para mis heridas.

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