24 de mayo de 2010

No doy la teta, ¿y qué?

Nunca toqué este tema por falta de tiempo y no de ganas, pero acabo de leer un artículo sobre amamantamiento que me volvió a poner la sangre a punto de ebullición. Cuando alguien dice que es muy raro que alguien no tenga suficiente leche para amamantar a su hijo y que el problema suele ser la falta de conocimiento y la inseguridad, siento que me están insultando.

La campaña para dar el pecho es tan gigantesca y tan opresiva que hablar de mamaderas es casi considerado un pecado y de los mortales. Estamos de acuerdo en que la leche materna es genial pero nadie quiere admitir que existen numerosas razones por las cuales alguien no pueda o no quiera dar el pecho. Todo el mundo parece ignorar esos hechos porque son políticamente incorrectos y dejan a las pobres madres en sus burbujas de frustración, confusión, desconocimiento y culpa.

Hay muchas razones por las que no se puede producir leche y puedo nombrar el parto prematuro, la falta de contacto inmediato con el bebé y el stress; sólo por mi insistencia en buscar causas a los problema que, a veces, no lo tienen. Mi médico simplemente se encogió de hombros y murmuró un “quién sabe” mientras la doctora asociada que me visitó en la clínica, al ver mi cara de frustración, me dijo “yo sólo le di el pecho al primero de mis tres hijos y no noté la diferencia con el resto… Así que no te preocupes”. Cuando se ha tardado una seis años en concebir a un bebé, el amamantamiento es algo especial que una madre quiere compartir con su hijo. Una no quiere más doctores ni consultores ni ningún tipo de intervención externa. Pero como dice el dicho “si quieres escuchar reir a Dios, cuéntale tus planes” y yo escuché las carcajadas.

Lo probé todo, porque quería lo mejor para Maxi y me hicieron creer que lo mejor era yo. Fuí a ver a dos consultoras de lactancia, tomé hierbas y malta, me puse paños tibios, me compré el mejor sacaleches, leí mil artículos sobre el tema, luego alquilé un sacaleches en una clínica porque, supuestamente, eran de calidad “profesional” y aún así, sólo lograba llenar un centímetro de las mamaderas. Cuando Maxi estaba en la incubadora, veía entrar a las vacas lecheras con sus bolsas llenas de leche para sus hijos y volvían a mí imágenes de conejas llenas de hijos, mientras a una se le escapaban los embriones entre las manos. Ya estoy acá, pensaba, otra vez batiéndome contra la naturaleza. Que lo parió.

Como mi naturaleza lo manda, seguí buscando ayuda y sólo me topaba con los sermones de las lecheras. En realidad, creo que buscaba que alguien me dijera que no soy la única y que mi hijo no se iba a morir de una terrible enfermedad si le daba un biberón. No pude encontrar en Google un solo sitio serio donde pudieran admitir la posibilidad de no dar leche materna. Cuando una mujer, en la clase de recién nacidos, me empezó a hablar de la importancia de “seguir intentando”, se me salieron los frenos y le contesté algo como “hasta hace dos días, mi hijo se alimentaba con sonda, así que, que haya aprendido a succionar de una mamadera, lo considero un triunfo. Con tal que coma, a mi ya me va bien.”. Se quedó muda.

Sin haber acabado de sacudirme la culpa con la que te presionan los medios, a los dos meses y medio tiré la toalla.

Lo que, finalmente, quiero decir es que hay veces en que no se puede dar el pecho, ya sea porque tiene escasa leche o porque la madre está tomando cierta medicación que podría pasar a su niño (como lo aprendí de mi vecina de incubadora, quien me lo contó entre lágrimas). Otras veces, la madre no tiene la inclinación o el deseo de dar el pecho por sus propias razones personales, y está en su derecho de hacerlo. No es cierto que las madres hayan hecho ese trabajo, sin problemas, durante siglos, como se llenan la boca diciendo algunos supuestos “expertos”. Si una se toma el trabajo de hablar con madres y abuelas, en la Europa de la guerra, muchas madres, pobres y cansadas, no producían mucha leche. Sus niños lloraban todo el día hasta que se cansaban y se quedaban dormidos. Algunos morían, débiles e incapaces de combatir virus y bacterias; otros más afortunados e hijos de mujeres más pudientes, contrataban nodrizas.

Los supuestos expertos en el tema deberían arrastrar la carga de ser más compasivos con todo tipo de situaciones ya que la gente se apoya en ellos. Las mujeres que no dan el pecho no son, por ello, menos madres, y asustar con los perjuicios de la fórmula nos hace volver a la Edad Media, en la cual se amedrentaba a los feligreses con las condenas del infierno. Quiero pensar que hemos crecido como civilización.

No existe el bien y el mal en algunas situaciones; y si tenés que darle mamadera a tu hijo, te tengo una noticia: no pasa nada



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18 de mayo de 2010

13 de mayo de 2010

Hace mucho que no visito un probador


A mis veintipico, tenía un trabajo decente, vivía sola por primera vez y si bien el sueldo era exiguo, sobraba para comer y alquilar. El resto era rigurosamente gastado hasta su última peseta en ropa, salidas y viajes. Si bien seguía comprando en Zara, empezaba a darme el gusto de tener ciertas piezas especiales, como, por ejemplo, un bolso de Loewe o un pantalón de Adolfo Domínguez. A la vuelta de mi departamento en la calle Bonaire, en Palma de Mallorca, había una pequeña boutique que era mi perdición. Entraba de vez en cuando, para matar el aburrimiento, y su dueño, simpatiquísimo y gay, para más datos, me esperaba con gestos exagerados y frases como “¡Menos mal que viniste! me llegó una blusa fenomenal que, cuando la ví, pensé “ésta es para Dana”. Y la verdad es que el desgraciado tenía buen gusto, yo entraba en la trampa de probarme lo que él quería y siempre terminaba comprando algo. Recuerdo haber llegado a fin de mes, más de una vez, con escasas veinte pesetas en la cuenta bancaria. Pero ¿qué importaba? El día uno volvían a llenarse las arcas.

A mis treinta, Miami me esperaba con un aumento sustancial de sueldo, las liquidaciones de fin de temporada y una absoluta indiferencia por el ahorro. Viajé por medio mundo, fui a las inauguraciones de los mejores restaurantes y cuando no estaba tirada en la arena, hablando por el último modelo de teléfono celular (que, en la época, era del tamaño de un micro-ondas), gastaba las tardes probándome ropa en mis tiendas favoritas. Vivía en la ignorancia de la existencia de cupones, “outlets” o clubs de compras y mentía a mis padres sobre la cantidad de dinero que quemaba, para preservar su salud cardíaca. Conservo todavía, desde aquella época dorada, las piezas más valiosas de mi ropero: etiquetas de Armani, Donna Karan, Dolce & Gabbana o Ralph Lauren. Clásicos y básicos.

A mediados de los treinta, me casé y la época más feliz de mi vida vino acompañada de la Inquisición, no religiosa sino financiera. Me tocó en suerte y de compañero de viaje un “ahorrador” y financiero. O. miraba espantado las tarjetas de crédito, hacía presupuestos y los rehacía cada mes. Aparentemente, había que ahorrar si queríamos tener solvencia financiera para un futuro incierto. Que lo parió. Sabía que algún día tenía que pasar. Sabía que algún día la época de la “plata dulce” iba a acabar y me lo tomé con soda. Comencé a descubrir los outlets y las compras fuera de temporada.

A mis cuarenta y pocos llegó Maxi. Con este hito gigantesco y milagroso, llegó también el mayor gastador de la casa y el mayor ladrón de tiempo. Puestos a escoger entre bañarme e irme de compras elijo, normalmente, entrar a la ducha. O cortarme las uñas. U otros lujos, como depilarme. Sigo arrastrando a mi hijo en su cochecito por los centros comerciales pero debo decirles que la paciencia que tienen los niños de un año para mirar vidrieras es escasa. Si además de mirar vidrieras, una quiere entrar a ver lo que hay colgado en las perchas, a los dos minutos Maxi me mira como diciendo “¿me estás tomando el pelo o qué?” y me hace saber de forma categórica que ésa no es su idea de una tarde divertida tirándome, por ejemplo, una mamadera a los pies, mientras lanza un alarido que asustaría a Tarzán. “Ni hablar de entrar al probador… no?” le pregunto, resignada. Así que opto por entrar rápido a la tienda, mientras lo entretengo con el estuche de mi Blackberry, decidir en un milisegundo y a ojo la prenda que mejor me va a quedar en color, talle y modelo y disparar hacia la cajera más rápida.

En resumen, a mis cuarenta y tantos, compro mi ropa en las liquidaciones del supermercado, sin probar y con cupones de descuento. No es una queja; sigo siendo muy feliz. Es una simple constatación de hechos. Pero después no me pregunten por qué no quiero sacarme fotos…


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12 de mayo de 2010

Blessed

Hoy, en el auto, escuché por primera vez la letra de esta vieja canción de Elton John y lloré como marrana camino al matadero. Tantas veces pensé cosas parecidas. Quedé fantástica entrando a la oficina con los ojos haciendo juego con mi cartera roja. Ahora no tengo tiempo de traducir... ¿Alguien que ayude?

BLESSED

Hey you, you're a child in my head
You haven't walked yet
Your first words have yet to be said
But I swear you'll be blessed
I know you're still just a dream
your eyes might be green
Or the bluest that I've ever seen
Anyway you'll be blessed
And you, you'll be blessed
You'll have the best
I promise you that
I'll pick a star from the sky
Pull your name from a hat
I promise you that, promise you that, promise you that
You'll be blessed
I need you before I'm too old
To have and to hold
To walk with you and watch you grow
And know that you're blessed

3 de mayo de 2010

Ese zapato es mío

Los aeropuertos sacan el lado torpe de mi personalidad. Hace un par de años tropecé con la alfombra y caí estrepitosamente en la puerta de embarque de American Airlines. Con vestido y tacos altos. Entré al avión con la frente alta y la rodilla sangrando. Otra vez recuerdo haberme tragado la puerta del Admirals Club, con valija y todo. Era de vidrio. Pensé que estaba abierta. En el aeropuerto de La Guaira caí también sin dignidad. Llegaba tarde porque con la lluvia, en la salida de Caracas, los autos estaban parados en todas las direcciones. Eramos como una gigantesca bola de palitos chinos; todos apilados, sin saber quién debía mover ficha primero. Había un solo vuelo nocturno a Miami y siempre iban llenos por lo que debía subirme a ese avión a toda costa, aunque tuviera que corretearlo por la pista. Me bajé del taxi y corrí hacia el mostrador de facturación, mientras mi valija jadeaba a mi lado, apurando sus rueditas. En un intento mas atlético de lo que mi físico permitía, quise cortar camino, pasando por debajo de las cintas esas que ponen para acarrearnos como ovejas, con tal mala puntería que tropecé, enredada entre cintas, y quedé desparramada arriba de mi valija y mirando al techo.

Ayer, retomando mis andanzas, iba, como no podía ser de otro modo, marchando apurada. Caminaba con mi misma valija de mano que me acompaña desde hace años, ya con flecos al lado del cierre. Llevaba puestos esos zapatos que se supone que son sexys, aunque en otra época hubieran sido unas simples pantuflas con taco, porque no tienen sujeción en el talón. Llevaba, también, medias y los zapatos, debo confesar, me quedaban un poco holgados. Después de pasar seguridad, reacomodé mis pertenencias y salí como flecha hacia la puerta de embarque. Al apurar el tranco y hacer los pasos más largos, noté como el zapato derecho se me salía sin remedio. Salió disparado hacia arriba y adelante, en una parábola perfecta, mientras yo miraba con pánico los potenciales lugares de aterrizaje. El aeropuerto estaba lleno, por lo que las posibilidades estadísticas de que no le diera a nadie en la cabeza eran remotas.

Afortunadamente, cayó entre medio de una pareja quienes, después de mirar mi zapato abandonado en el suelo, miraron hacia arriba, como si fuera normal que les llovieran chancletas del cielo.

- “That’s my shoe” (ese es my zapato) – dije, en un ridículo intento de acción reivindicatoria de la propiedad; instinto, seguramente, primordial y capitalista. Como si a alguien le interesara llevarse un sólo zapato usado y sin lustrar.

Me acerqué, rengueando y con pasitos cortos por la diferencia de altura entre mi pie calzado y mi pie desnudo, mascullé un breve “sorry”, me puse el zapato errante y seguí mi camino como si nada hubiera pasado.

Al fin y al cabo, nada había pasado.


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