7 de noviembre de 2006

Del inicio de la vida

Hace tiempo escuche un acalorado debate en España sobre el tema del congelamiento de embriones, donde se encontraban varios representantes a favor y en contra de determinados tratamientos de fertilización. Recuerdo una frase que me hizo mucha gracia; ante la pregunta a un medico especialista en reproducción sobre cuantos embriones tenían en ese momento congelados en su clínica, él respondió algo como “aproximadamente mil” y allí salta un sacerdote y dice indignado: “Pero vamos, tiene usté congelao a todo un pueblo”.

El debate sobre el momento exacto de la formación de un ser humano es histórico y seguirá existiendo ya que es un tema que involucra creencias religiosas y filosóficas, y por lo tanto, altamente debatibles y capaces de generar grandes pasiones. Yo nunca he pensado en los embriones no desarrollados como pérdidas de hijos; la sensación de pérdida terrible que me toca arrastrar después de cada intento fallido es otra, la de soledad, de oportunidad perdida, la de un deseo incrustado muy adentro del pecho que no puede ser complacido: el deseo de transformar una pareja en una familia. Filosófica y personalmente creo que el embrión no se convierte en vida hasta la implantación, hecho que sucede alrededor del sexto día después de la fertilización; y aun así, ese concepto de vida es muy limitado hasta su conversión en feto, cosa que se produce en la octava semana de embarazo. Hace varios años, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, ante los embates de anti-abortistas que querían definir la fertilización del ovulo como el inicio de la vida, convirtiendo así en delito la destrucción de un embrión, emitió una resolución afirmando que no era posible contestar la pregunta de cuando comienza la vida humana en términos científicos claros. También es cierto que si algo no es científicamente comprobable, no quiere decir que no exista, pero significa al menos que cualquier teoría tiene el potencial de ser correcta.

Al parecer, los antiguos estoicos y los romanos clásicos no le daban entidad al embrión, percibiéndolo como parte del cuerpo materno así como un fruto cuelga de su árbol. La visión opuesta la mantenía Platón, quien le daba al embrión autonomía ontológica. Recién en los primeros siglos después de Cristo los romanos comenzaron a penalizar el aborto, pero no en el contexto de los crímenes contra la vida sino que se consideraba como una supresión de los derechos del hombre a tener un sucesor. La iglesia, filosóficamente influenciada por las teorías platónicas, se alineo desde un principio con la idea del embrión como entidad independiente y prohibió categóricamente el aborto. No obstante, las ideas de la época y la posición original de la iglesia distinguía el comienzo de la existencia humana con la presencia de forma humana y movimiento en el embrión, lo que se decía sucedía alrededor del día cuarenta. Con el tiempo esa distinción se perdió pero los debates continúan.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dana, coincido absolutamente en lo que sentís acerca de nuestra "percepción" de los embriones. Creo que estamos infinitamente màs alla de esas consideraciones y mucho màs acá de la piel que una tiene que vestir con cada negativo.
Saludos !

K.

Dana dijo...

K, que frase tan buena: "la piel que una tiene que vestir...". Me das pie para un post.
Mucha suerte en tu camino y gracias por leerme y escribir,

Dana

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