31 de enero de 2008

Brujas eran las de antes

Este primero de año mi suegra nos llevó a ver una curandera que, según ella, es maravillosa. Y como buena desahuciada que se precie y dado el magro éxito de la medicina moderna, no me hice mucho de rogar.

La mujer me cayó bien; tenía unos ojos azules de alma clara y hablaba con acento alemán. Vivía en una linda casa, con rejas en el frente y más se parecía a una abuela en día de descanso, que a la bruja Morgana. Era mi primera visita a una curandera y me ilusionaba la idea de encontrarme en una de las páginas de Harry Potter, así debo admitir que su casa limpia y con olor a eucalipto me defraudó un poco al entrar.

No sacó un libro antiguo de tapas negras ni realizó conjuros mágicos. Nos escuchó, tomó su rosario y me miró con sus ojos profundos; lo primero que dijo fue: “vos no tenés problemas para tener hijos”. Lamento desilusionarla, abuela, pero si seis años de infertilidad no califican para la categoría de “problemas”, entonces no sé como definirlo.

Pero como no hay nada mejor para los que ya nos estamos quedando secos de opciones, que escuchar las palabras que una quiere oír, cada vez que mi corazón se cierra con los porcentajes estadísticos de mi próxima transferencia de embriones, yo recuerdo sus palabras y las repito como un mantra.

Alguien me dijo una vez que si no creía, hiciera como si creyera; que el cerebro no nota la diferencia. Así que acá me ven, recitando oraciones y aireando mi casa con ruda e incienso.


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29 de enero de 2008

¿Sirve para algo el pudor?

Varias veces he contado anécdotas de enfermeras y es que después de tantos años de ir al ruedo, si bien el toro se resiste, una termina haciéndose amiga de los banderilleros.

Debo aclarar que tengo un gran respeto por esa profesión, que puede hacer tanta diferencia en el estado físico y emocional de los enfermos, siendo, a la vez, mucho menos valorada que la profesión médica.

En Sudáfrica, me tocó una enfermera de dulce trato; pasados sus cuarenta, calculo, y de voz muy suave, tanto que a veces me costaba oírla. Quizá era el acento pero las voces etéreas y mis oídos torpes no se llevan nunca muy bien. O. dice que soy mas sorda que una tapia pero yo le argumento que, si bien es posible que sea cierto, al menos, duermo como un ángel, mientras el se despierta con el roce de un pañuelo de seda contra el suelo. Debe tener cruza con Doberman. Pero me estoy saliendo del tema.

Después de seis años de camillas y visitas a una docena de ginecólogos, la verdad es que una casi se va sacando los calzones por el pasillo nomás, para ir adelantando tiempo. Después de todo, una está en horas de trabajo y los horarios de los turnos con los médicos son, normalmente, meras estimaciones de recepcionistas alegres, por lo que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Muchos ultrasonidos atrás quedaron el pudor o el bochorno.

No es que alguna vez haya tenido mucha cantidad de vergüenza; siempre he pensado que es una emoción inútil ya que no proporciona ningún resultado fructífero, pero un siglo atrás, por ejemplo, buscaba ginecólogos que fueran mujeres. Por otra parte me gusta mi cuerpo; nunca he sentido motivos para avergonzarme de él, excepto, quizá, por su incapacidad evidente de sostener un embrión en su lugar.

En resumen, desnudarme de la cintura para abajo es totalmente irrelevante para mí y es más bien un reflejo automático cada vez que piso un consultorio ginecológico. Normalmente, las imágenes de mis folículos o las instrucciones de alguna enfermera son suficientes para desviar mi atención de la liviandad de ropas y taparse o no deja de ser una prioridad para nadie.

El día de mi última transferencia, la enfermera revoloteaba alrededor mío para que yo me sintiera cómoda y para mantenerme tapada todo el tiempo. Algún comentario al pasar me hizo saber que no sospechaba mi entrenamiento de veterana y me dio pena contradecirla, así que la dejé que hiciera lo que quisiera con las cobijas. Al fin y al cabo, yo tenía cosas más importantes en que fijar mi atención, como por ejemplo cruzar los dedos mientras traían la cánula con mis embriones. Poco faltó para que la enfermera le tapara la vista al doc, en su empeño por tirar de las mantas hacia abajo y no pude menos que sonreir cuando, después de la transferencia, con los ojos cerrados y mientras agarraba fuerte la mano de O., escucho que me dice candorosamente:

“Yo te sigo tapando; es importante mantener la decencia”


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24 de enero de 2008

Preparativos

Ya los preparativos están en marcha. Aún faltan dos meses pero un viaje de esta calaña no se puede preparar en dos días, si una quiere aprovechar buenos precios. Debo admitir que este viaje me está tomando más tiempo que preparar mi boda, cosa que hice (exitosamente, debo aclarar, a juzgar por los comentarios de los comensales) en una semana.

El vuelo será con South African Airways, vía Washington y Johannesburgo; muy largo y aburrido, pero sobreviviré con películas, novela, Ipod y mi habitual tendencia al sueño. El hotel será mi refugio, con sus jardines coloridos y su maravilloso spa. Pienso llevarme la computadora para mantenerme en contacto con mi media naranja o sea que podré ir actualizando el blog e ir transmitiendo en directo, cual guerra del golfo del 2001.

Estaré saliendo el día 24 o 25 de marzo así que en unas semanas más empezaré a tomar pastillas de estradiol, a fin de engordar mi endometrio para recibir a mis chiquitos. Aún estoy a la espera de la receta. Los medicamentos no pueden ser comprados en Estados Unidos, ya que la receta no está firmada por un médico local, con lo cual debo ordenarlos desde una farmacia de Londres que, no sólo tiene un acuerdo con la clínica sudafricana sino que además, tiene precios mas baratos que aquí. Cosas de este negocio internacional de la fertilidad.

El médico chequeará personalmente mi endometrio (no espero sustos, siempre lo tengo bien gordito cuando lo necesito) y si todo está bien, descongelarán los embriones y se transferirán al tercer día. Tengo cuatro esquimalitos, no sé cuantos sobrevivirán al proceso pero es la primera vez que descongelo algo que no sea pollo, o sea que pongo todas mis apuestas a que por lo menos tres se podrán transferir. Las probabilidades de éxito son más bajas en estos casos de criopreservacion, según el doc, pero yo no quiero escuchar hablar de porcentajes. Como decía mi médico de Miami, quien no era amigo de las estadísticas, “todo es relativo; para el que le toca, es un cien por cien; cada caso es distinto”.

En fin, este mes se cumplen seis años desde que dejé de usar pastillas anticonceptivas. Un largo y sinuoso camino hemos recorrido, y a juzgar por el tiempo que está tardando en prepararse, por el dinero que hemos tenido que gastar y por su comportamiento antojadizo (hoy estoy, mañana quien sabe) hasta la fecha, podría asegurar casi con seguridad que este bebé que viene en camino para nosotros, va a ser mujer.


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21 de enero de 2008

El Proceso

Está visto que el proceso de concepción toma tiempo y es más complejo de lo que a una se lo pintan cuando es joven. La mayoría de la gente desconoce que exista un “proceso” y no es sino hasta que una se estira patas para arriba en la camilla del médico una docena de veces, que una se da cuenta que la concepción no es instantánea. Que los planetas no se alinean automáticamente para traer un hijo al mundo. Que estamos metidas en un “proceso”. Que unos hechos deben suceder a otros. Que debemos desarrollar paciencia para activar ciertos mecanismos físicos, mentales, espirituales o vaya una a saber de que medio, que nos permitan avanzar.

En los esquemas mentales actuales, las tareas a largo plazo son difíciles de digerir. No es que no tengamos paciencia; al fin y al cabo, mal o bien, hemos aguantado el tirón por más de seis años; sin embargo, vivimos en una época en la que no se construyen catedrales ni pirámides, ni ninguna obra milenaria, sino plástico descartable y mensajes instantáneos. La gente se mide por resultados en esta generación, no en la siguiente. Y una esperaría que, analizando el problema, poniendo el esfuerzo suficiente y dirigiendo la energía y los recursos necesarios, el objetivo fuera relativamente sencillo de alcanzar.

Si mi jefe me pide un reporte para el final del día, a mí no se me ocurre decirle que tenga algo más de paciencia, ni que debe tener en cuenta el ritmo natural de las cosas; mi respuesta es “por supuesto”. Y una moviliza lo que sea necesario para que ese maldito reporte esté donde debe estar a última hora. Si tengo alguna alergia que mis médicos no detectan o mi cámera tiene un mensaje de error, voy a San Google y seguro que en alguna parte del mundo, en algún huso horario, tengo la respuesta; de inmediato. No conozco otra manera de resolver problemas. Problema, más esfuerzo, más ingenio es igual a solución. Cuando eso no funciona, estoy desorientada como rata de laboratorio a la que le cambiaron el camino a casa.

Sé que tener un hijo no es igual que un proyecto de trabajo, pero sólo tengo una manera lógica de entender las cosas; y cuando todas las fibras de mi ser me dicen “estoy lista, el entorno es el correcto, ésta es la largada”, no puedo llegar a comprender por qué diablos no quedo embarazada. Eso crea grandes sacudidas de energía en la boca del estómago (los mas verdes dirían “en el tercer chakra”) que no saben para qué lado disparar. Normalmente sale mal dirigida y alguno en el camino se la tiene que comer. Y vuelta a empezar en un proceso tenso, emocional, frustrante y desgastante: pongamos todo el esfuerzo posible en una serie de actividades que pueden resultar inútiles y que requerirán de más tiempo de lo acostumbrado. Nunca he visto un proceso más ineficiente en mi vida y mi mente práctica da vueltas carnero para entenderlo.

Quisiera creer que el mundo tiene universos paralelos o que existen más de tres dimensiones, para que mi esquema mental tuviera más alternativas. Desde un punto de vista físico e intelectual, no creo poder buscar más caminos; sólo me quedar entrar a investigar el mundo espiritual, del que me siento tan ajena y tan atraída a la vez. Quizá si pudiera volver la vista hacia mi alma, en el caso de tener una, pudiera buscar la salida a este laberinto.

Me pregunto con qué ojos hay que mirar o qué lentes hay que ponerse.



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14 de enero de 2008

Al ataque del freezer

Ya estoy planeando mi expedición rescate de congelados a la otra punta del planeta. Décadas atrás, cuando aun existía el romanticismo viajero y se organizaba una travesía de esta envergadura, se necesitaban brazos fuertes, un buen barco, sogas, brújulas, hechizos, comida seca, patas de conejo y mucha pero mucho agua dulce. Ahora, y según National Geographic, sólo es necesario introducir tus datos en las casillas correspondientes y enviar un depósito de $500 para reservar tu espacio en la expedición. Si Magallanes hubiera sabido que era tan fácil, seguro que esperaba unos años para darse la vuelta al mundo.

La cuestión es que con la clínica pasa lo mismo: mándeme el depósito y los retira usted cuando quiera por ventanilla. Los vuelos están tan caros que estoy a punto de pedirles que me los manden a vuelta de correo. De todas formas, hemos decidido que viajaría sola, básicamente porque el hecho es que la incubadora portátil debo ser necesariamente yo (y no es una frase feminista ni quiero dejar plantada mi postura filosófica, sino que es una cuestión de diseño físico), y porque es difícil estar todo el tiempo de “vacaciones” y seguir manteniendo el trabajo. Que yo aún lo conserve es un milagro.

La opción mas barata que he visto hasta ahora incluye viajar en avión charter (puajjj, diría Mafalda) de Martinair, hacer escala en Holanda y dormir allí una noche en el vuelo de ida. Mientras yo entro rápidamente en Google para ver hoteles en Amsterdam, recuerdo una ciudad de gente joven, con sus canales, sus casas altas, gente circulando en bicicleta y muchos puestos de venta de tulipanes. Mientras yo miro distraídamente mi jardín y pienso en lo hermosos que quedarían unos bulbos rojos, ahora que viene la primavera, escucho una voz atrás que dice “¡Yo también quiero ir a la Zona Roja!”. Lo importante es tener claro las prioridades, nada de ir a visitar la casa de Ana Frank o el Museo Van Gogh, el tipo (no digo nombres, pero empieza con O) nunca pisó Amsterdam pero sabe que si algún día va, quiere ir primero a la Zona Roja. Hombres...

Seguiremos mirando ofertas y veremos que pasa. Mientras tanto, me ocupo en poner mi cuerpo a punto para recibir a mis huéspedes, con comida sana, vitaminas, tés, caminatas, masajes uterinos, acupuntura, meditación y otras hierbas. O. se ríe y, mientras yo masajeo entusiastamente mi panza con una mezcla de aceite de castor, alcohol y alcanfor, me dice: “mi amor, con vos, siempre hay alguna cosa rara…”


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9 de enero de 2008

Sobrevivimos las fiestas


Todavía no saqué el árbol de Navidad y ya está empezando a emitir un ligero tufo que no se parece al del pino sino más bien al de un trapo húmedo enrollado y escondido detrás de la puerta desde hace una semana. En mi casa, además de comprar un pino natural cada año y de pasarme más de cuatro horas de orgulloso esfuerzo en su decoración (O. dice que el nuestro es el árbol mas lindo que conoce; acá están las fotos para que vean que no miente), seguimos la tradición argentino-europea de tirar el árbol después de Reyes y como este año cayó en domingo, no me queda más que aguantar su olor y los trescientos millones de agujas verdes que deja caer cada día, hasta el próximo fin de semana, hacia donde quedan relegadas las tareas extraordinarias (definidas como aquellas que no son comer, dormir, bañarse y trabajar).

No dejan de causarme gracia las continuas defensas de los Reyes Magos que andan últimamente por Internet y la verdad es que me caen mejor que el gordo, pero debo reconocer que están perdiendo terreno. Es que contra la maquinaria de Hollywood no hay quien pueda. En Argentina, como somos tan políticamente correctos, recibimos a los cuatro con los brazos abiertos, aunque sospecho que más que por simpatía o tradición, lo hacemos por puro y capitalista interés. Aunque tengas cinco años, nadie es tan tonto como para cerrar la mano y volverle la espalda a cualquier ente que venga cargado con bolsas de juguetes, así se llame Terminator.

En otra de mis tradiciones navideñas, me compré un calendario para el escritorio, de esos que quedan abiertos en forma de triángulo y que te muestran un día a la vez, para que no te empaches. Casi todos los años opto por Mafalda, un clásico; pero este año, imbuida tal vez por los aires de Cambio que tienen en su plataforma TODOS los candidatos presidenciales de este país (si Cambio fuera un postulante, ganaría por varios cuerpos; seguido de Esperanza), pensé que “Yo, Matías”, “Clemente” o algún otro, podría alegrarme las mañanas. Resultó que el kiosquero sólo tenía Mafalda y Maitena.

- ¿Y quién es Maitena? – dije yo, inocentemente
- ¿Maitena? ¡Es muy buena! Es famosa y tiene un libro publicado. – respondió ofendido el kioskero, como si de su hermana se tratara e intentando adivinar dónde había estado yo viviendo en los últimos años, para ostentar tamaña falta de conocimientos.
- Famosa y con libro… - susurré, pasando la mano por encima del plástico que envolvía el calendario, como intentando adivinar su contenido por ósmosis y pensando que esas dos palabras no son, usualmente, ningún indicativo de calidad. Al fin y al cabo, Paris Hilton es famosa y mucho pelagato ha escrito libros.

Estaba en el aeropuerto y no tenía más opción. O. me apuraba. Maitena o Mafalda. Elegí Maitena. Me equivoqué.


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4 de enero de 2008

Las fiestas en verano


Con algún kilo extra, regresamos ayer a la oficina y a un inesperado frío miamense de cuatro grados centígrados.

No sé que manía nos ha dado en Argentina por respetar las tradiciones navideñas de nuestros antepasados europeos, y servir, con cuarenta grados de calor a la sombra, lechón frío con ensalada rusa, arrollado de palmitos y matambre de pollo. De entrada. Para abrir el apetito. Luego, asado y parrillada completa, con budín de pan, papas con perejil y treinta y cuatro clases de ensaladas, especialidad de cada comensal, quienes insisten en “llevar algo para la cena”, incluyendo esa que la tía Chola hace todos los años de zanahoria y manzana, aunque todos le huyan como a la peste. Y por si quedó un poco de hambre, luego vienen la ensalada de frutas (con sidra y trescientas toneladas de azúcar), los turrones, mantecol, maníes con chocolate, garrapiñadas, nueces, almendras y el nunca olvidado pan dulce o “panettone”, parte de nuestra herencia italiana. Ni alquilando un estómago prestado por el día, somos capaces de terminar la comida y no queda más remedio que volver al día siguiente con los mismos platos y bandejas de plástico, a terminar el festín, ya recalentado y con los bordes secos.

Y como si en el juicio final nos fueran a juzgar por la abundancia generada al final de cada año, empezamos a destapar botellas desde que llega el primer invitado; como cortesía y para refrescarlo del acaloramiento de traer puesto los zapatos de vestir y venir arrastrando a sus niños, ataviados de domingo y abrazando una cantidad de explosivos y fuegos artificiales suficiente como para volar la Casa Rosada. Y basta descorchar el primer tinto para que aparezcan las sucesivas y, a veces, coexistentes, botellas de Torrontés, Pinot Noir, champagne, clericó, sangría, fresita, vinos espumantes, dulces, secos, brut, rosados, de moda y de tapa de rosca.

El asunto es que cuando te vas a levantar para brindar, se te duplican los comensales y el brindis se extiende más de la cuenta porque, inexplicablemente, chocar una copa con otra no es tarea tan fácil como se suponía.

Me pregunto si todo el hemisferio sur tendrá costumbres similares, en lugar de limitarse a un pollo con ensalada, como nuestra bikini ordena, o si estas tradiciones serán solo parte de nuestra acostumbrada exageración argentina.


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